Fijar con precisión el significado de ‘filosofía’, explicar claramente valores como el pensamiento filosófico, la ciencia, la cultura, el arte y/o la poesía, como intentar determinar de manera completa y tajante sus múltiples y sutiles relaciones con otras formas de pensamiento no sería más que un gesto pedagógico, ingenuo y precipitado.
Es sencillo darse cuenta cómo, a manera de ejemplo, el pensamiento filosófico se parece mucho al pensamiento sobre la poesía, ya que no puede proceder de manera distinta a la del rodeo, dando vueltas y revueltas sobre el objeto por considerar, como indicador de una precaución metodológica. –Al contrario de lo que habitualmente se cree, el ‘rodeo’ no tiene porqué reproducir los temores del ratón mientras ronda, sin atreverse, al queso en la despensa -.
Igualmente es el caso de cualquier forma de racionalismo que se distraiga creyendo poder definir un proceso de pensamiento, a través de una rápida fórmula verbal o de una opinión, lo que es de hecho indefinible, no por incognoscible, sino por tratarse de algo que solo puede soportar acercamientos variados y diferenciales, formas distintas de ataque y discusión, para terminar sintiendo siempre, sin pesimismo alguno, estar en el mismo punto de partida y no tener otro camino que el de dejarse inundar por la suave música de un verso o, por un persistente sistema de interrogaciones a lo que constituye uno de los misterios de la vida.
[2] uso esquematizado de la existencia con toda la crueldad necesaria en la fórmula ‘el tiempo es oro’. Discurrir sobre el pensamiento filosófico es formular preguntas que interrogan, condenarse a la dicha prohibida de la deriva de un tiempo sin tiempo, dando tiempo al tiempo para ganar un lugar feliz en donde el hombre no sea esclavo del actual uso normativo del tiempo que lo condena a no pensar para ‘ganar el pan con el sudor de la frente’, según el mandato evangélico y que nuestro modo actual de vida ha sabido acoger con tanto gusto... Discurrir sobre el pensamiento filosófico resulta algo así como auto-condenarse a ‘ver pasar las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio’, en un ejercicio sin fin ni término, que solo se puede suspender para de nuevo encontrarlo en otra parte, en otro texto, en otro contexto, en un verso, con renovados motivos que reanimen la fuerza de la palabra y hasta el deseo de escribir.
Es el caso del simple lector de poesía –no ‘consumidor de poesía’, que es otra cosa- aquel que únicamente quiere pensar su vida sin separarla del sueño y de la imagen: siempre encontrará nuevos motivos de ensoñación y expansión, de aspiraciones a nuevas formas de vida, de promesa y amenaza sobre lo que es y ha sido, pero sobre todo – aunque no lo pueda decir aún bajo la forma explícita del filósofo -, acerca de aquella visión del Ser como “estructura de posibles”
[3].
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